Columnista: Kent Wilander Oré de la Cruz

La irreal fantasía de lo innombrable

Mag. Kent Wilander Oré de la Cruz

Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Lima, Perú.

Contacto: kent.ore@unmsm.edu.pe/Kentyo_5@hotmail.com

https://orcid.org/0000-0002-8255-3113

 

«La belleza será CONVULSIVA o no será»

ANDRÉ BRETON, Nadja

Ha pasado muchos años desde que Bram Stoker escribió Drácula (1897), y a través de metáforas logradamente inteligentes y creativas, consiguió estremecer el mundo de los hombres. Nadie creyó que el mal perduraría, y que al final de la noche, el sol brillaría con todo su fulgor. Sin embargo, eso no llegó a ocurrir, ya que cuando más seguro se sentía el individuo sobre el suelo que pisaba, sucedió lo impensable: nadie sabía qué era real y qué era producto de sus pesadillas. En ese tiempo, la Edad Media renacía por intermedio de los nuevos tratados de filosofía y literatura, los cuales se interrogaban respecto a la semántica del ser humano y su estructura kantiana como persona y animal. Todo fracasó para la conciencia, y la pintura de inicios del siglo XX en distintos países era testigo mudo de lo catastrófico que significaba existir en el mundo. La banalidad y la frivolidad hacían sus más rimbombantes festejos por medio de la aniquilación y la ignominia al mismo estilo de los carnavales orgiásticos de Gargantúa y Pantagruel. No es extraño, por ende, ni exótico que aparezca toda una retahíla de efervescentes creadores y artistas que pretendan interpretar para todos y para ellos mismos aquello que sucedía en ese turbio y grisáceo presente de seres felones y filántropos de la aldea occidental. En otras palabras, aquí la literatura vuelve otra vez a cumplir su misión sempiterna: ser un testimonio en sí misma. 

Es así como en los albores del nuevo siglo, nace en Rusia, en 1900, una escritora de ascendencia judía, quien concebirá la realidad desde una perspectiva metafísica, para poder lograr expresar lo desconocido y lo cotidiano, lo extraño y común. Fiel seguidora de la poética de Tolstoi, Dostoievski, Chejov, y, también, de Proust, Joyce y Virginia Woolf, Natacha Tcherniak reflexiona en su narrativa acerca de aquello que se encuentra más allá de lo típicamente natural de los mortales y los sentidos, a través de intuiciones certeras y fidedignas, describiendo, interrogando, o también, respondiendo ambiguamente a aquello impronunciable. El espectro de la traición será un espejismo absurdo, como la angustia sartreana, que amenazará en todo momento a los individuos que se reconozcan en la invisibilidad de la atmosfera narrativa. Junto a Alain Robbe-Grillet, la autora de La era de la sospecha (1956), construye un mundo donde la no psicología de las emociones queda relegada al ensimismamiento para soñar despierto, como sucedía con los demonios de Goya, y erigir la sabiduría de lo marginal y descabellado en la esencialidad del miedo pútrido y viscoso, animadversión de lo impoluto y sacro tradicionales.

En su libro Tropismos (1939), la novelista y ensayista Nathalie Sarraute, se internará, como Dante Alighieri, en aquellos laberintos aparentemente visibles y habitados por gente y objetos comunes, que sin embargo, esconden una verdad inconfesable, inclasificable y desconcertante, el vacío, la nada destructora: «Pero no pedían nada más, era eso, lo sabían, no había que esperar nada, pedir nada. Así era, no había nada más, era eso, ‘la vida’» (pág. 98). Esa kenoma tan temida por el hombre desde el principio de los tiempos, ese espacio estéril pintado ubérrimamente es lo que este libro, especie de cuentos, trata de mostrar, y lo consigue. Personajes sin nombres, objetos mudos y protestantes, soledad, inocencia, responsabilidad, obsesiones, muerte, disquisiciones solitarias, máscaras morales, truculentas refocilaciones académicas, esquizofrenia, psicosis, espanto, libertad, rezuman cada página de Tropismos, produciendo en el lector, inocente y experimentado, una perplejidad neurótica al finalizar sus páginas, debido a que no podrá reconocer cuál es la dimensión real donde se encuentra.  

Al recorrer cada uno de estos de estos veinticuatro apartados que componen el libro, la sensación de volver a replantear los fundamentos del ser de las cosas (estudio ontológico) y del hombre (estudio antropológico) surge frenéticamente como una tarea impostergable, imperativa. Entre sus personajes villanos y desconocidos, tangibles e incorpóreos, la escritora Nathalie Sarraute logra conmover y resquebrajar la misma conciencia natural y la voluntad humana que tanto alegraba a Schopenhauer, persuadiendo sutilmente, al mismo tiempo, para acercarnos a divisar impertérritamente –únicamente ver, no actuar– el caos de la nada, el cual es una fantasmagoría perturbable en forma de sueño y deseo obsesivo: «quedarse así, inmóvil, no hacer nada, permanecer quieto, que la suprema comprensión, que la verdadera inteligencia era eso, no emprender nada, moverse lo menos posible, no hacer nada» (pág. 33).

Una enseñanza desconocida aparece entre líneas de modo inconsciente: el mundo, la verdad de lo real, no es aquello que epidérmicamente se percibe con los sentidos y por intermedio de las relaciones sociales, sino aquello que reina como una enfermedad en los subterráneos laberintos de la conciencia herida y angustiante de la neurosis individual. Tal vez, entonces, solo entonces, se pueda justificar, impíamente, las palabras pronunciadas por el poeta: «soy una mentira que siempre dice la verdad». Es un día de fiesta, una buena tarde para morir, como les habría gustado recitar allá, por una ventana, cuando agoniza el crepúsculo del día, entre risas, suspiros y éxtasis, a Verlaine y Rimbaud.

Rímac, agosto de 2025.

Bibliografía

SARRAUTE, Nathalie. Tropismos. Barcelona, Tusquets Editores, 1939.


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